Los genes vascos de Mar del Plata

Este jueves se cumplen 70 años del bombardeo de Gernika, el primer ataque aéreo teniendo como objetivo a una población civil que se convirtiera en un símbolo del horror absurdo de la guerra. Para los vascos Gernika también representa los comienzos de una noche de 40 años bajo el poder del franquismo.
Aquí en Mar del Plata, precisamente en la manzana de la plaza San Martín de frente a Canal 8, existe desde 1955 cuando fue plantado por los residentes vascos un retoño del roble de Gernika, en torno del cual cada 26 de abril se recuerda la masacre.
“La celebración, aunque en lo formal será como la de todos los años, tendrá esta vez un carácter especial”, señala a LA CAPITALel presidente del Centro Vasco de Mar del Plata, José Martín Azarloza y explica: “Habrá de leerse al mediodía, como lo harán en todos los centros vascos en el mundo la llamada declaración de Gernika por la paz en la que se reafirma que con la barbarie no se va a nada”.
“La sublimación ética de la paz significa necesariamente mirar a lo concreto, comprometerse con la paz en Euskadi y en cada rincón del mundo”, se expresa en la declaración.
Junto al titular del Centro Vasco estará su padre, Bingen Azarloza, el único residente en Mar del Plata que fue “casi” testigo directo del bombardeo. El “casi” tiene esta explicación: aquella tarde del 26 de abril de 1937, Bingen, de 16 años y ya enrolado en el Partido Nacionalista Vasco, viajaba en un taxi desde el poblado de Amorebieta, donde vivía con sus padres, a Gernika, distante 10 kilómetros. En el camino vieron la primera ola de aviones y regresaron de inmediato. Sin perder tiempo, Bingen marchó al exilio. Pasó a Francia, desde donde viajó hacia la Argentina. En Mar del Plata se desarrolló como constructor. Como jefe de obra de la Compañía de Construcciones Civiles participó de la construcción de 150 chalets de esta ciudad, incluido el que la familia Aragone mandó a edificar en Moreno 3445, y que desde noviembre de 1946 es precisamente la sede del Centro Vasco.
Bingen seguiría actuando en esta tierra animado por sus ideales, como muchos compatriotas suyos que emigraron en la época de la guerra civil, formando una segunda ola inmigratoria en la Argentina.
“Allende los mares”. La Magíster en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata Adriana Alvarez ha relatado la presencia vasca en la Argentina y especialmente en Mar del Plata en un libro que forma parte de la colección Urazandi (“allende los mares”), que recoge la memoria de los principales centros vascos del mundo.
En este trabajo, Alvarez destaca los numerosos nombres vascos en los orígenes de Mar del Plata, tanto de peones como de destacados estancieros, incluyendo por supuesto al lechero “que se transformó en el personaje cotidiano de ciudades portuarias como Buenos Aires, Bahía Blanca o Mar del Plata”.
En cuanto a los estancieros, lógicamente, dedica un espacio importante al vasco francés Pedro Luro, el gran impulsor de Mar del Plata, quien nació el 10 de febrero de 1820 en Saint-Just-Ibarre, en los Bajos Pirineos y llegó a Buenos Aires en 1837 sin nada. De peón en un saladero de Barracas, su primera ocupación en el país, Luro llegó a poseer m·s de 350 mil hectáreas de tierras con sus estancias de Dolores, Lobería, Guido, Balcarce, BahÌa Blanca y sobre el Río Colorado. Era un dador permanente de empleo a sus paisanos. Cada vez que llegaba un barco con ellos se presentaba personalmente en el puerto de Buenos Aires y allí mismo les ofrecía ir a trabajar a alguno de sus campos.
En el caso del fundador, Peralta Ramos, también se reconoce una raíz vascongada en el primero de los apellidos. En la nómina de adquirentes de tierras que se reparten a los dos años de oficializarse la creación del pueblo, citada por la doctora Alvarez, figuran los vascos Lebauzaran, Jáuregui, Salinas, Sorondo, Guevara, Guerra, Ortazar y Ezkerra.
Entonces aparece como cura párroco Juan Orúe, nacido en Euzkai. En las postrimerías del siglo XIX, en la ola de inmigración generada por la depresión europea de aquella época y por la gran promesa de progreso que la Argentina ofrecía, llegan miles de campesinos vascongados que buscan su destino en las tareas rurales pero también adaptándose a los oficios de albañil, pescador, herrero y carpintero.
En el rastreo documental de la doctora Alvarez aparecen vascos construyendo y regenteando las primeras fondas del poblado, como Pedro Goicochea y Fermín Suarzo al frente de La Marina, propiedad de Luro, o como don Pedro Urrutia en La Vascongada. Los hermanos Gaillour figuran entre los contratados por Luro. La primera empresa local de mensajería fue de los vascos Bautista Balerdi y Mariano Jáuregui. También los hermanos José Antonio, Agustín Juan y Francisco María Larrea Irisarri se dedican a los servicios de transporte y mensajería.

Los centros y la diáspora.
Entre los estancieros figura Juan Pedro Camet que donara el espacio para el parque que hoy lleva su nombre. Tras la la mención para Ramón Oteiza y su farmacia, afirma Alvarez que también el juego de ruleta fue traído por vascos a la comarca, ya que Fermín Iza lo instala en 1889 en Playa Bristol y diez años más tarde los hermanos Juan y José Lasalle lo imponen en la rambla definitivamente.
En tanto es larga la lista de intendentes de la misma ascendencia que ha tenido Mar del Plata, un Ameztoy figura como pionero de la hotelerÌa marplatense.
En la década del treinta los contingentes migratorios reconocen causas políticas y es cuando el gobierno vasco en el exilio, liderado por José Antonio de Aguirre y Lekube, alienta la creación de centros para contener a la diáspora, bajo el lema “Denak-Bat (“todos uno”), expresión que sería tomada como denominación por el centro de Mar del Plata, al crearse en 1943.
Hubo en aquellos años, como reacción al sojuzgamiento en la patria y contagiado por los exiliados, un renacer del espíritu del pueblo más antiguo de Europa, aún en aquellos de remota ascendencia o en hijos de la primera ola inmigratoria. Mientras esto sucedía con la diáspora, en el País Vasco estaba prohibido hablar el euskera, que habría de conservarse gracias a que siguió hablándose en los caseríos de arriba de los montes. Tampoco se podía bautizar a los hijos con nombres en euskera o exhibir la Ikurriña, la bandera nacional, y hasta resultaba sospechoso usar vestimentas con alguno de sus colores, el verde, el rojo y el blanco.
Gracias a los centros el espíritu de la patria no decayó. Y actualmente se observa un fenómeno curioso: cada vez m·s personas, aún sin pertenecer a la colectividad se interesan por hablar el difícil euskera. Recientemente un curso de cultura vasca en Denak Bat debió desdoblarse para contener a todos los inscriptos.

Nota: la nota fue escrita el miércoles 25 de abril de 2007

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