Mar del Plata en la mitad y segunda mitad de los años ‘20 todavía conservaba parte del ambiente selecto y aristocrático que la caracterizara en el cambio de siglo. En esos veranos -los del 26, 27 y 28- el presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear, se paseaba por la afrancesada rambla Bristol como un turista más, y al otro día podía estar jugando al golf en Playa Grande, trajín recreativo que no le impedía tener tiempo para presidir el acto de inauguración de una obra, por ejemplo la del muelle de los Pescadores.
Una mirada atenta, suspicaz, y jugando casi en todo momento con la ironía y el chiste, seguía los pasos del mandatario, como los de todas las personalidades que veraneaban en esa ciudad ya de más de 37.000 habitantes, en acelerada transformación. Nos referimos a “La Semana de Mar del Plata”, una revista de verano que se editaba en talleres de Capital (con una calidad excelente, como se puede apreciar hoy gracias a la colección sorprendentemente bien conservada que acercó a este espacio una fiel lectora de LACAPITAL), la vendían los canillitas porteños y de acá y circulaba en los trenes que cruzaban la provincia.
Fue continuadora de otras publicaciones que desde los años ‘10 reflejaron la miradas porteñas sobre Mar del Plata, como El Magazine, El Comentario Semanal,Mar del Plata Social, América y Comentarios, entre otras.
La ruleta y la moral
Hojeando “La Semana...”, que sugiere a la imaginación una mezcla para aquel tiempo de las actuales revistas Gente y Noticias, se puede advertir que dos cuestiones preocupaban especialmente a aquellos viajeros, bisabuelos y tatarabuelos de la actual generación: el juego de la ruleta -que en 1927 habría de prohibirse en toda la provincia- y la moral, especialmente la moral de la mujer. El número 8, correspondiente a la temporada 26-27, es todo un ejemplo: abre con un editorial de severo tono moralista: quien toma la pluma está preocupado, más que esto, escandalizado, con la irrupción de mujeres en las salas donde se juega a la ruleta, ambientes privados que “deben ser” exclusivos de los hombres.
“Cuando la mujer se aparta de las normas éticas a que su condición de tal la obliga -dice el editorialista, luego de aclarar que se expresa con el asesoramiento de un sacerdote, al que no nombra- llega a exaltaciones más desbordantes que las del propio varón”. Luego sentencia: “El juego jamás fue expresión de distinción y feminidad”.
Por cierto, el juego, un mal necesario, debía ser sólo cosa de hombres. Una páginas más allá el deber de informar al turista hacia que se publicara “la martingala de la semana”, un minucioso asesoramiento a los jugadores. Pero, como se decía, los responsables de la publicación, que seguramente no serían jóvenes, se asumían como guardianes de las buenas costumbres, y estaban atentos a cualquier desvío que el acicate permanente de las tentaciones pudiera provocar. El baile estaba bajo sospecha, al igual que los responsables de los lugares con ruleta ante quienes “se ha visto” –el periodista, imaginativo, daba fe- a madre e hijas rivalizando por la atención de los empresarios del juego. Y también se da cuenta de un extremo “inconcebible”: es que se había sorprendido a “una niña de buena familia bailando con un negro del jazz band, ignorando que estos actúan profesionalmente animando orgías”.
Mocitos
El tono admonitorio -aunque con un guiño de amplia comprensión machista- aparece en otro escrito sobre los “Mocitos de hoy”. “Son más o menos buenos mozos, algunos hasta pueden calificarse de bonitos, tienen de veinte a treinta años”. Habla de los Isidoro Cañones de su tiempo, solteritos y sin ningún apuro, por más que anduvieran muchas hijas casaderas en el balneario. Los “mocitos toman el té en Harrods o en la París y suelen tener automóvil (fantástica novedad de la década), en el que cargan y pasean a sus congéneres y todo, todo, a la cuenta de papá”. Y después “visitan de noche a las francesas y otras personas de esas que se acuestan tarde, y van a los cabarets, donde a veces se emborrachan”. Pero la aventura, en esto de lucirse y rifarle la fortuna al padre, recién se completaba al volver a Buenos Aires. Al contar las travesuras en el círculo de amistades. En el número 2, de diciembre de 1926, se cita el caso de un célebre “nene de papá”, Doroteo Devoto, hijo de un sastre quien, sin suerte, que vía para él que fuera “una buena aguja o una buena tijera”. “Luego hay que oírlo de vuelta de Mar del Plata -dice “La Semana...”- comentando su estadía, entre sus amigotes: Estuve con Anchorena; jugué al golf con las de Urquiza; ¿pero qué mona está la chica de Unzué?”. Las galerías fotográficas eran uno de los espacios más esmerados. En ellas Alvear, el secretario de la presidencia González Guerrico o Justo, entonces ministro después jefe de Estado, aparecen paseando por la rambla tranquilamente o jugando al golf, es decir en las conductas que eran esperables o que correspondía a los de su clase. La revista debería ser un buen negocio a juzgar por los avisos de importantes firmas que aparecían, varios de los cuales nos evo can a protagonistas o momentos históricos de la ciudad. Por caso, el de Chauvín, el florista que le dio nombre al barrio. O “El Negro Pescador”, el apodo del célebre italiano Catuogno que dejó de pescar y se convirtió en bañero de celebridades. En su aviso se promociona como “el balneario de los viejos habitués”, buscando claramente excluir a los que se tenía por advenedizos.
“Nueva sentimentalidad”
Ubicándose en los ‘20 con sus “Notas sobre el veraneo marplatense en los albores del siglo”, la historiadora Elisa Pastoriza ha señalado que por entonces “la caída de las grandes familias era más perceptible”. Habla de esos asuntos que reflejaba una publicación como “La Semana de Mar del Plata”: de figuración, flirteos y censores al acecho, de lo chic y de lo que quería serlo pero no lo lograba. De fortunas que se lucían, y de otras que se aparentaban, muchas veces sin éxito. De divertir a las muchachas y armar las primeras intrigas que se resolverían en los noviazgos de invierno. Del compromiso, ineludible, para estar de novio. Del recato consecuente. Pero además de la “nueva sentimentalidad”, señalada en los escritos de un Josué Quesada o un Juan Joséde Soiz Reilly, que trae la novedosa curiosidad de casamientos entre personas de distinta condición social. Tener 50 en aquel tiempo era ser viejo, sin más, de acuerdo con una publicidad de Villavicencio, el agua mineral, que prometía a los de más de medio siglo, si la tomaban claro está, “vivir intensamente a pesar de sus años”. Eran los años ‘20, y el nombre de Adolf Hitler poco o nada les diría a muchos veraneantes, quienes verían como una promoción más el de la nafta Energina, cuyo aviso aparece ornamentado con una esvástica alada. Si de avisadores fuertes se trataba seguramente Puloil y Bizcochos Canale se encontraban en la delantera. Y los cigarrillos Chesterfield y Lucky Strike se les arrimarían al igual que Harrods o Bayer con su Cafiaspirina. La Semana de Mar del Plata debe haber sido “pioneer”, (todavía no se traducía a pionero), en el uso de las reposeras. Un cambio práctico, modestamente tecnológico, pero que contribuyó seguramente a crear nuevos hábitos sobre la arena. El director de la revista, viajero por Europa durante meses, se mostraba fascinado en esos años, del 26 al 28, por el uso en los balnearios del viejo continente de las “sillas tijera”, que eran desconocidas por aquí, donde recién se impondrían durante los años treinta. Años 26 al 28, un tiempo de cambio. Los recién llegados, en ascenso social gracias al comercio o los dividendos de la roducción, “invadían” el espacio que fuera exclusivo de la alta sociedad porteña, de las familias de abolengo, muchas de ellas por este tiempo venidas a menos, y que buscaban refugiarse en Playa Grande. El turismo social aún no existía. Emergerá en los ‘30 y en los ‘40 será incontenible.
Una mirada atenta, suspicaz, y jugando casi en todo momento con la ironía y el chiste, seguía los pasos del mandatario, como los de todas las personalidades que veraneaban en esa ciudad ya de más de 37.000 habitantes, en acelerada transformación. Nos referimos a “La Semana de Mar del Plata”, una revista de verano que se editaba en talleres de Capital (con una calidad excelente, como se puede apreciar hoy gracias a la colección sorprendentemente bien conservada que acercó a este espacio una fiel lectora de LACAPITAL), la vendían los canillitas porteños y de acá y circulaba en los trenes que cruzaban la provincia.
Fue continuadora de otras publicaciones que desde los años ‘10 reflejaron la miradas porteñas sobre Mar del Plata, como El Magazine, El Comentario Semanal,Mar del Plata Social, América y Comentarios, entre otras.
La ruleta y la moral
Hojeando “La Semana...”, que sugiere a la imaginación una mezcla para aquel tiempo de las actuales revistas Gente y Noticias, se puede advertir que dos cuestiones preocupaban especialmente a aquellos viajeros, bisabuelos y tatarabuelos de la actual generación: el juego de la ruleta -que en 1927 habría de prohibirse en toda la provincia- y la moral, especialmente la moral de la mujer. El número 8, correspondiente a la temporada 26-27, es todo un ejemplo: abre con un editorial de severo tono moralista: quien toma la pluma está preocupado, más que esto, escandalizado, con la irrupción de mujeres en las salas donde se juega a la ruleta, ambientes privados que “deben ser” exclusivos de los hombres.
“Cuando la mujer se aparta de las normas éticas a que su condición de tal la obliga -dice el editorialista, luego de aclarar que se expresa con el asesoramiento de un sacerdote, al que no nombra- llega a exaltaciones más desbordantes que las del propio varón”. Luego sentencia: “El juego jamás fue expresión de distinción y feminidad”.
Por cierto, el juego, un mal necesario, debía ser sólo cosa de hombres. Una páginas más allá el deber de informar al turista hacia que se publicara “la martingala de la semana”, un minucioso asesoramiento a los jugadores. Pero, como se decía, los responsables de la publicación, que seguramente no serían jóvenes, se asumían como guardianes de las buenas costumbres, y estaban atentos a cualquier desvío que el acicate permanente de las tentaciones pudiera provocar. El baile estaba bajo sospecha, al igual que los responsables de los lugares con ruleta ante quienes “se ha visto” –el periodista, imaginativo, daba fe- a madre e hijas rivalizando por la atención de los empresarios del juego. Y también se da cuenta de un extremo “inconcebible”: es que se había sorprendido a “una niña de buena familia bailando con un negro del jazz band, ignorando que estos actúan profesionalmente animando orgías”.
Mocitos
El tono admonitorio -aunque con un guiño de amplia comprensión machista- aparece en otro escrito sobre los “Mocitos de hoy”. “Son más o menos buenos mozos, algunos hasta pueden calificarse de bonitos, tienen de veinte a treinta años”. Habla de los Isidoro Cañones de su tiempo, solteritos y sin ningún apuro, por más que anduvieran muchas hijas casaderas en el balneario. Los “mocitos toman el té en Harrods o en la París y suelen tener automóvil (fantástica novedad de la década), en el que cargan y pasean a sus congéneres y todo, todo, a la cuenta de papá”. Y después “visitan de noche a las francesas y otras personas de esas que se acuestan tarde, y van a los cabarets, donde a veces se emborrachan”. Pero la aventura, en esto de lucirse y rifarle la fortuna al padre, recién se completaba al volver a Buenos Aires. Al contar las travesuras en el círculo de amistades. En el número 2, de diciembre de 1926, se cita el caso de un célebre “nene de papá”, Doroteo Devoto, hijo de un sastre quien, sin suerte, que vía para él que fuera “una buena aguja o una buena tijera”. “Luego hay que oírlo de vuelta de Mar del Plata -dice “La Semana...”- comentando su estadía, entre sus amigotes: Estuve con Anchorena; jugué al golf con las de Urquiza; ¿pero qué mona está la chica de Unzué?”. Las galerías fotográficas eran uno de los espacios más esmerados. En ellas Alvear, el secretario de la presidencia González Guerrico o Justo, entonces ministro después jefe de Estado, aparecen paseando por la rambla tranquilamente o jugando al golf, es decir en las conductas que eran esperables o que correspondía a los de su clase. La revista debería ser un buen negocio a juzgar por los avisos de importantes firmas que aparecían, varios de los cuales nos evo can a protagonistas o momentos históricos de la ciudad. Por caso, el de Chauvín, el florista que le dio nombre al barrio. O “El Negro Pescador”, el apodo del célebre italiano Catuogno que dejó de pescar y se convirtió en bañero de celebridades. En su aviso se promociona como “el balneario de los viejos habitués”, buscando claramente excluir a los que se tenía por advenedizos.
“Nueva sentimentalidad”
Ubicándose en los ‘20 con sus “Notas sobre el veraneo marplatense en los albores del siglo”, la historiadora Elisa Pastoriza ha señalado que por entonces “la caída de las grandes familias era más perceptible”. Habla de esos asuntos que reflejaba una publicación como “La Semana de Mar del Plata”: de figuración, flirteos y censores al acecho, de lo chic y de lo que quería serlo pero no lo lograba. De fortunas que se lucían, y de otras que se aparentaban, muchas veces sin éxito. De divertir a las muchachas y armar las primeras intrigas que se resolverían en los noviazgos de invierno. Del compromiso, ineludible, para estar de novio. Del recato consecuente. Pero además de la “nueva sentimentalidad”, señalada en los escritos de un Josué Quesada o un Juan Joséde Soiz Reilly, que trae la novedosa curiosidad de casamientos entre personas de distinta condición social. Tener 50 en aquel tiempo era ser viejo, sin más, de acuerdo con una publicidad de Villavicencio, el agua mineral, que prometía a los de más de medio siglo, si la tomaban claro está, “vivir intensamente a pesar de sus años”. Eran los años ‘20, y el nombre de Adolf Hitler poco o nada les diría a muchos veraneantes, quienes verían como una promoción más el de la nafta Energina, cuyo aviso aparece ornamentado con una esvástica alada. Si de avisadores fuertes se trataba seguramente Puloil y Bizcochos Canale se encontraban en la delantera. Y los cigarrillos Chesterfield y Lucky Strike se les arrimarían al igual que Harrods o Bayer con su Cafiaspirina. La Semana de Mar del Plata debe haber sido “pioneer”, (todavía no se traducía a pionero), en el uso de las reposeras. Un cambio práctico, modestamente tecnológico, pero que contribuyó seguramente a crear nuevos hábitos sobre la arena. El director de la revista, viajero por Europa durante meses, se mostraba fascinado en esos años, del 26 al 28, por el uso en los balnearios del viejo continente de las “sillas tijera”, que eran desconocidas por aquí, donde recién se impondrían durante los años treinta. Años 26 al 28, un tiempo de cambio. Los recién llegados, en ascenso social gracias al comercio o los dividendos de la roducción, “invadían” el espacio que fuera exclusivo de la alta sociedad porteña, de las familias de abolengo, muchas de ellas por este tiempo venidas a menos, y que buscaban refugiarse en Playa Grande. El turismo social aún no existía. Emergerá en los ‘30 y en los ‘40 será incontenible.
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